Cuento de Navidad

Andaban nuestra María y nuestro José por tierras del norte de España en una fría noche de diciembre que con el paso de las horas aún más enfriaría. Su particular andanza les llevaba desde Pamplona a Bilbao para abordar un avión destino Dinamarca. Habían sustituido los lomos de un burro por la cálida y moderna tapicería de un Seat Arona y, partiendo siete horas antes de lo estrictamente necesario,  el trayecto se les antojaba relajado y placentero. Con ellos viajaban sus dos niñas.  María, que se sepa,  no estaba encinta.

Llevaban apenas media hora de camino cuando la nieve empezó a arreciar de lo lindo. Autovía a Bilbao cortada, una quitanieves en sentido contrario y ningún otro coche en la carretera. Llamadas al 112, a la policía foral y a la ertzaina que confirmaban el cierre de carreteras. Lo más sensato parecía desviarse de la carretera y parar en un pueblo cercano para pedir allí posada. En Lakuntza era ya medianoche. Una medianoche cerrada y gélida que el toque de queda por Corona hacía más inhóspita todavía. Calles  desiertas  y  puertas  cerradas a cal y canto. Ninguna posada ni nada que se le pareciera en todo el perímetro urbano. Nervios, cansancio y las manecillas del reloj avanzando.

La chiquilla pequeña hace rato que duerme en el asiento trasero. Su hermana mayor empieza a cabecear, cansada ya de hacer figuras con el dedo en el vaho de la ventanilla lateral. Tras tocar algunos timbres, despertar a parte del vecindario y provocar el desconcierto general, aparece un ángel de entre los aledaños. Un ángel de nombre Carlos que, a las tres de la mañana,  se saca edredón y lagañas de encima y se ofrece a llevar a nuestra familia de vuelta a Pamplona en su todo terreno campeando nieve, viento, niebla y cualquier meteorología adversa que se cruce en su camino.

José saca a su hija menor del coche con ternura y especial cuidado para no interrumpir su sueño. Sus zapatos quedan olvidados debajo del asiento delantero. Trasiego de trastos de un coche a otro. Despacito y con buen humor, María, José y sus dos niñas llegan a buen puerto gracias a Carlos y, aunque no sobre los reales asientos holandeses de la KLM, sí encuentran muy acogedor y calentito cobijo en la morada familiar de Pamplona de la que habían partido aquella tarde. ¡Un hurra y un gran brindis por Carlos! 

Nuestras gracias a Sara López Arraiza y su familia por su preciosa historia.